martes, 25 de noviembre de 2008

CUENTO "EL ÚLTIMO DISPARO DEL NEGRO CHAVES" (OSCAR CASTRO)

EL ÚLTIMO DISPARO DEL NEGRO CHAVES
Oscar Castro


Desde meses atrás, un caballo de miedo galopaba la comarca, haciendo eco tétricamente en el corazón de hacendados, capataces y campesinos. Hoy era un hombre que aparecía degollado en cualquier recodo; mañana, un mayordomo que saliera de un fundo y que retornara luego, con la noche a cuestas, atado sobre su cabalgadura y con cuatro agujeros en el cuerpo; o bien un "jutre" que se presentaba a la justicia reclamando del incendio de sus sementeras o de fechorías realizadas en su ganado. Ninguno que tuviera un mediano pasar podía sentirse seguro ante la amenaza siniestra que surgía de todas partes cuando menos se la esperaba.Pronto los campesinos empezaron a comprobar un detalle que al principio no mereció atención: la mano que actuaba en aquellos desmanes elegía siempre como blanco a los patrones más déspotas, a los capataces que con mayor rudeza trataban al inquilinaje, a los mayordomos que no hacían distingos entre peón y perro. Entonces la imaginación comenzó su trabajo, y se tuvo la parte visible y la zona oculta de aquel drama en que todos eran medrosos espectadores, cuando la desgracia no los elegía por protagonistas.Por ahí, de boca en boca, de rancho en rancho, principió a correr un nombre que se pronunciaba en sordina, después de echar una mirada en derredor, porque "las paeles tienen oídos y los matorrales ojos". Este nombre, como el del Demonio, revolvía el fermento de terrores que hay empozados en el espíritu de cada labriego y ponía en los ojos una tétrica encrucijada. Los peones, reunidos en torno a una fogata, conversaban a menudo del Negro Chaves, nombrándolo las menos veces que fuera posible, temerosos de verlo surgir desde la noche, como al Malulo, cuando se le conjura.Las mentas decían que el Negro Chaves fue amansador en una hacienda cercana, hasta que una injusticia cometida con él lo lanzó a la azarosa vida del bandolero. Acusado de un robo que no cometiera, fue conducido al próximo retén de carabineros, donde se le flageló bárbaramente, como sólo sabía hacerlo el sargento Gatica, famoso en aquellos contornos por su bestialidad tanto como por su afición al buen mosto y a las mozas de 15 a 18 primaveras.Alguno de los compañeros de Chaves le oyó decir, cuando abandonaba la hacienda, que los causantes de su desgracia "tenían que pagárselas y muy bien". Y la amenaza empezó a cumplirse mucho antes de lo que se esperaba. Don Rude, el capataz que lanzara la acusación contra el Negro, apareció una mañana con las tripas al sol, a media cuadra de su domicilio. Cuatro semanas más tarde, un hermano del muerto llegó en equilibrio milagroso sobre su caballo hasta las mismas casas de la hacienda y allí rodó sin sentido. Cuando lo recogieron, el alma se le escapaba por tres boquetes que traía en el cuerpo: impactos precisos, hechos con carabina, según se supo más tarde.El sargento Gatica, apretando los dientes amarillos bajo sus largos y lacios bigotes, tomaba conocimiento de cada nueva fechoría y juraba descuartizar sin compasión al bandido cuando éste cayera en sus manos. Pero la sabiduría campesina barruntaba que la próxima víctima debía ser el policía, ya que Chaves no era hombre para quedarse con unas bofetadas y unos puntapiés en el cuerpo, sin cobrárselos a su tiempo con subido interés.Se esperaba, pues, el desenlace por momentos, y la tensión de esta expectativa, unida al terror que sembraba el bandido, mantenía cerradas de noche las puertas de los ranchos humildes, mientras adentro muchos oídos estaban atentos al galope de los caballos que cruzaban por la carretera. A raíz de unos desmanes cometidos últimamente por el Negro Chaves, el sargento Gatica había pedido refuerzo de soldados, y las patrullas se deslizaban cada noche, sigilosamente, por los caminos menos transitados de la montaña, seguras de que tarde o temprano el bandolero se vería acorralado.Aquel día el sargento tenía un plan preciso. A eso de la oración reunió a sus hombres en un corredor del cuartel, y por un rato se oyeron sus órdenes precisas y cortantes, mezcladas a juramentos de pura cepa criolla. Atusándose el bigote y entrecerrando un ojo con gesto que le era característico soltaba las palabras como descargas de fusilería y hacía descansar luego sus pesadas y peludas manos en las caderas para acentuar con mayor fuerza su autoridad. El techo endeble del corredor parecía estremecerse a impulsos de su vozarrón, mientras los soldados, en posición firme, procuraban no perder una sola de sus preciosas frases.
—Usté, cabo Núñez, partirá a las doce con cuatro soldaos pa la Puntilla' el Chivato. ¿M'entendió?— ¡A su orden, mi sargento!—Güeno. Y usté, ayudante Cabezas, agarra pa'l lao de la Quebrá Chica con cuatro hombres también. ¿Me oyó?— ¡A su orden, mi sargento!—Yo no necesito más que dos. Usté, dragoneante Sepúlveda, y usté, dragoneante Peña. ¿M'entendieron?Las voces, a dúo, salmodiaron un "¡A su orden, mi sargento!", mientras él proseguía:—La noche'stá más oscura que mi alma. Agora es cuando se v'arrejar el pajarraco ése. Y a lo mejor viene a quer solito en la naza. Aquí le voy a preuntar yo cómo se llamaba su agüela.Sin soltarse el bigote y guiñando de nuevo el ojo, concluyó:— ¡Rompan filas!
Los soldados se dispersaron por el patio del cuartel, mientras el sargento se quedaba mirando la montaña próxima que escondía a su presa. Era un trozo agreste y bravo de la cordillera costeña, cuajado de espinales y de bosques, en donde sólo las reses alzadas de las haciendas se aventuraban. Sobre ella la noche espesaba sus betunes y el ropaje acerado de las nubes se aprestaba a envolverla.— ¡Si sois brujo te vay a librar agora, Negro Chaves! —dijo el policía, sin bajar la mano de sus bigotes.A esa misma hora el Negro Chaves estudiaba el valle desde el refugio de unos boldales tupidos. Embutido en una manta obscura de lana "toavia con olor a jutre", según su decir, hacia hora para el próximo golpe. Apoyado en un tronco seco de quillay, acusaba la reciedumbre de su espalda y el grosor de sus brazos a través de la manta y chupaba con largos intervalos un cigarro de hoja que pendía de sus labios.Mirado al pasar, pudiera confundírsele con un campesino cualquiera, pues nada de extraordinario había en su porte. Pero al tropezar con sus ojos se presentía, enraizada en su espíritu, una fuerza bravía e indomenable, semejante a la de un potro montañés antes que conozca el freno. Su barba dura e inculta era un brochazo nocturno sobre su tez aceitunada.A espalda del Negro Chaves cuatro hombres con sus caballos al lado conversaban entre sí, pero de vez en cuando echaban una mirada a aquél, como si esperasen sus órdenes. En sus actitudes podía descubrirse un acatamiento tácito al personaje que se hallaba separado de ellos; y así su charla era entrecortada y se sostenía en voz baja, como si temieran interrumpir las cavilaciones del otro.Finalmente, Chaves abandonó su postura, y, mientras caminaba en dirección al grupo, expresó:
—Me tinca qu'esta noche vamos a trompezar con mi amigo el sargento.Los otros se echaron a reír, y uno de ellos, que ostentaba una fea cicatriz en el pómulo izquierdo, comentó:—Güeno'staría ya, pues.—De acuerdo, José. Es el único que me va queando. Y al que le tengo más ganas. No voy a dormir tranquilo hasta que no lo vea con los sesos de sombrero...
Llegóse hasta su caballo —un magnífico mulato renegrido que lo aguardaba por allí cerca —y de un solo impulso se ubicó en la silla. Los otros lo imitaron en silencio y Chaves enfiló entonces hacia una quebrada baja, empezando a descenderla por un senderillo casi vertical abierto entre la maleza. Los cinco caballos, habituados a estos ejercicios, parecían caminar por terreno plano: su seguridad en el paso era absoluta.Llegados abajo, apareció una especie de caverna sobre la pared del cerro y en ella se internaron cabalgaduras y jinetes. Hacia el fondo de la oquedad brilló más tarde una luz, y los resplandores de una fogata indicaron luego que los dueños de la montaña se disponían a cenar.
Afuera quedó sólo la noche sin fondo, llena de medrosos rumores, acuchillada de vez en vez por el grito gutural de algún zorro que pasaba a la distancia. El viento de la altura olía a humedad, en tanto que las nubes, cada vez más apelmazadas y no dejaban filtrarse ni una hebra de la claridad estelar. La montaña enorme y sombría, como el alma de quienes la habitaban, adquiría a esa hora toda su inquietante majestad y tenían cabida entre sus espinales infranqueables, entre sus abruptas hondonadas, todas las supersticiones que el alma campesina guarda en los repliegues de su ignorancia ingenua y dada a la fantasía.Empujada por un viento sureño que comenzó a galopar de repente por barrancos y cuestas, la tempestad que parecía inminente fue alejándose, y un rato después veíanse aquí y allá grandes desgarraduras en las nubes, a través de las cuales surgían las constelaciones como las monedas de una alcancía desparramadas al azar. Firmemente acusada sobre la fogata que rebrillaba en el fondo de la caverna, surgió de pronto la sombra de Panchote, uno de los secuaces de Chaves. Alzó la cabeza y algo masculló entre dientes al ver la claridad de la luna en creciente que comenzaba a iluminar los picos más altos de la cordillera. Vuelto a reunirse con sus compañeros, éstos acudieron uno tras otro a cerciorarse de que el cielo iba quedándose limpio de nubarrones.La pegajosa voz de Panchote hizo el primer comentario:
— ¡Puchas la payasá bien grande! Ahora vamos a tener qu'esperar la entrá'e la señora pa poer salir.—Mejor —lo consoló el Negro Chaves; así le daremos más confianza a "mi" sargento.—Es que los puee pillar el día y entonces es más fácil que los perros se los vengan di'atrás—La cosa, niños, no tiene remedio —remató el jefe—. Mientras
llega l'hora, voy'echar una cabeciá. Si quieren los demás hagan lo mismo, menos vos, Panchote, que te vay a quear de guardia.En lo alto, las estrellas fueron girando imperceptiblemente sus timones de oro. La Cruz del Sur estaba ahora sobre la puntilla más alta de la cordillera, en tanto que las Tres Marías habíanse fugado hacia otros cielos. Bajo la hojarasca de la montaña, en las rocas tapadas por la vegetación, cerca de los arroyos que se deslizan parloteando argentinamente por entre los roquedales, se agitaba un enjambre rumoroso de seres pequeños o crecidos que huyen de la linterna solar y buscan las más desoladas horas nocturnas para manifestarse. Brutos, aves, insectos, ponían música a la soledad con sus movimientos, con sus chillidos o con su canto silvestre. Zorros, gallinas ciegas, arañas, lechuzas, se movían entre la sombra, al acecho de una presa o escapando a la persecución del enemigo.Pero de súbito este rumoreo cesó completamente, y a la distancia escuchóse un ruido de cascos, seguido de una que otra palabra perdida. La montaña callaba ante la presencia de los humanos.El Negro Chaves, a la cabeza de sus compañeros, avanzaba sin premura por senderos sólo de él conocidos. Los caballos, dóciles a la rienda, daban vueltas y vueltas en zigzagueo descendente, deteniéndose a veces para que los jinetes cambiaran algunas frases. Al llegar a un claro, Chaves dio las últimas instrucciones.
—Vos, Panchote, vay a bajar por el lao'e la Quebrá Chica junto con José. Y vos, Colorao, salís al plan por la Puntilla. Ya saben aónde los vamos a juntar. Y acuérdense: entre el sargento y un balazo, hay qu'escoger el balazo.
Cuando sus secuaces se hubieron marchado en direcciones opuestas, Chaves alzóse la manta del lado derecho y examinó a la luz de las estrellas un artefacto reluciente que descolgó de la silla. Era un choco, una carabina con el cañón recortado, que él llamaba su Mariana, en memoria tal vez de algún recuerdo sentimental. Cuando se hubo cerciorado de que el arma estaba debidamente cargada, la colocó en la cabecilla de la montura y entreabriéndose las ropas buscó en su pecho algo que besó con devoción, guardándolo en seguida. Si alguien hubiera podido ver este objeto no habría dejado de sentir extrañeza: era un escapulario de la Virgen del Carmen.Tras veinte minutos de marcha firme el bandido empezó a transitar por terreno plano; había alcanzado el valle. Evitando los caminos frecuentados, torció la rienda hacia el norte y prosiguió su trayecto, girando constantemente la cabeza, con todos sus sentidos en tensión. El valle era su enemigo. Allí resultaba más fácil tender lazos y cortar la retirada a un hombre que quisiera huir.Pero más que sus sentidos, fue su instinto el que le advirtió de pronto la proximidad del peligro. Encogióse su mano izquierda sobre las riendas, mientras su derecha requería el choco. E instantáneamente dos fogonazos, a menos de cuarenta metros, horadaron la noche, en tanto que un solo estampido rodaba por las laderas del monte. La respuesta de Chaves fue fulminante. Su arma vomitó dos proyectiles en la dirección de sus ocultos adversarios. Todo esto mientras su caballo, obediente a la presión de sus talones, volvía grupas tomando de nuevo el cerro.Un chocar de sables resonó a sus espaldas, seguido del galope de tres caballos. Sin abandonar las riendas, volvióse sobre la silla e hizo fuego de nuevo. Tres detonaciones le respondieron y sintió silbar las balas junto a él. Comprendió que no debía disparar y se limitó entonces a buscar una salida por donde desaparecer. Pero en su premura había extraviado el camino y ante él surgía el cerro como una pared infranqueable. Quebrando ramas, arañándose en los quiscos, continuó hacia adelante, orillando la montaña. Y detrás de él, cada vez más próximos, escuchaba a sus perseguidores. Una voz que daba órdenes lo hirió como un latigazo en la carne. Era el sargento Gatica, que decía, con reconcentrado regocijo:—Es él, niños; no aflojarle. Lueguito v'a quear encerrao, porque por ey no hay salía. ¿M'entendieron?
Por la mente del Negro Chaves cruzó como un relámpago la verdad de su situación. Recordó que el monte que iba bordeando empalmaba con otro tan abrupto como él. Entonces realizó una maniobra audaz. Al entrever una salida, enfiló por ella hacia el campo. Saltó un pequeño arroyo y cincuenta metros más allá descubrió un camino carretero. Inclinado sobre la silla hasta casi tocar con la cara el pescuezo de la cabalgadura, soltó las riendas y descargó un rebencazo firme en las ancas del animal, que partió en carrera tendida hacia la liberación.Sin embargo, su maniobra había sido descubierta, y segundos más tarde resonaban a sus espaldas los cascos de los caballos que lo seguían. Aquello debió durar largo tiempo, pues la cabalgadura del bandido comenzaba a resoplar. Y sus perseguidores ganaban terreno, haciendo fuego a intervalos sobre él.Como en un relámpago, Chaves tuvo el presentimiento de que iba a amanecer. El viento se hacía más frío y cortante. El cielo tomaba imperceptiblemente un tono celeste desvaído. Los ojos del perseguido buscaron de nuevo la montaña. Pero aquellos parajes le eran desconocidos y no resultaba prudente aventurarse por ellos. No obstante, al fin hubo de decidirse, porque la distancia entre él y los policías se acortaba de modo sensible. Y otra vez los cascos del pingo hicieron crujir la hojarasca del cerro.La persecución encarnizada cambió de escenario por media hora. Comprendiendo que su manta era un estorbo, Chaves la tiró a un lado y se sintió más liviano. Ya la claridad era suficiente para que pudieran distinguirse los objetos. A sesenta metros de él venía el sargento con dos policías, las carabinas listas para disparar. Girando el busto hizo fuego, y se inició un tiroteo intenso que la velocidad de la carrera tornó ineficaz. Al volverse de nuevo para mirar el camino por donde iba ascendiendo, el bandolero sintió un calofrío: el cerro terminaba allí de modo brusco y ante él se abría una barranca cortada a pique. Chaves apretó las mandíbulas y detuvo el caballo, deslizándose de él rápidamente. En ese mismo momento, sus perseguidores disparaban de modo simultáneo. El animal dio un bote y rodó por tierra estremeciéndose. El bandido tuvo justamente el tiempo de parapetarse tras una roca suelta para impedir que sus enemigos se le echaran encima. Su "choco" volvió a tronar, y los policías, detenidos de golpe, se echaron simultáneamente a tierra.Por largo rato el silencio del alba fue astillado por los estampidos de las cuatro armas. Asomando apenas la cabeza por encima de su refugio, Chaves dirigía de preferencia sus tiros hacia el sargento, poniendo toda su alma en eliminarlo. Pero el otro parecía revestido de una virtud sobrenatural que lo inmunizara de los proyectiles. El bandolero veía su cara repugnante contraída en una mueca de triunfo y sabía de sobra lo que significaba caer vivo en sus manos. Sin embargo, no había escapatoria. La única salida era la que ocupaban los policías.De pronto, al echar mano a su cinturón de balas, Chaves descubrió que le restaba el último proyectil. Entonces comprendió que había llegado el momento de morir. Pero volvió a mirar la cara del sargento: la vio allí, a veinte metros, tras el cañón de su carabina. Recordó las bofetadas y los azotes que le diera antaño, y sin saber casi lo que hacía, se irguió con el choco atenazado entre sus manos. Tres disparos simultáneos hicieron blanco en su cuerpo. Se estremeció entero, pero su voluntad —una voluntad alimentada en la raíz de su odio— lo sostuvo. Apretó el gatillo y de su boca salieron unas palabras duras y decisivas, las últimas que había de decir en la tierra:
— ¡Pa vos, perro!El estampido de su arma lo hizo tambalear, pero antes de caer vio que el sargento Gatica se alzaba del suelo, llevándose las manos a la cabeza para derrumbarse luego como una masa inerte.Arrastrándose, destrozándose las manos en las rocas, Chaves consiguió llegar al borde del barranco. En un postrer impulso desesperado se asió a una mata de quisco que crecía en el filo mismo del tajo, y, haciendo una mueca de dolor o de triunfo, se dejó tragar por el abismo, a tiempo que cuatro manos se alargaban para detenerlo.

CUENTO "LA ESPERA" (GUILLERMO BLANCO)

La Espera
Guillermo Blanco

(Premio único.
Concuso Interamericano de Cuentos
de "El Nacional", México, 1956)


Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero.
Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas.
Tuvo miedo de nuevo.
Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte. La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él.
Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila.
Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena.
Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose.
Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie.
De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . .
Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . .
Duerme. No te importe.
El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra.
(Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.)
Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca.
Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo.
Pobre amor: estás cansado.
Cerró los ojos.
Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado.
—¡Me lah vai a pagar!
Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco:
—¡Te lo juro! ¡Te lo juro!
El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.
Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero?
Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte; amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto esotérico: ni el beso quieto que no destroza los labios, ni la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada infinita y perfecta. Un amor que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante, para dar paso de nuevo a la fuga.
Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver.
—Párate, Negro. Arréglate.
—Deje mejor, patrón.
Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil y profunda. Casi una befa.
—Párate.
—Le prevengo, patrón.
Él no respondió. El Negro se puso de pie con ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta la quebrada de la Higuera, fue repitiéndole:
—Toavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro.
Y él mudo.
—Yo tengo mi gente, patrón.
Silencio.
—Piense en la patrona, que icen qu'eh güenamoza y joen. . .
El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. Él lo miraba desde arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño.
—Sería una pena que enviudara la patroncita...
Pausa. El perfil sonreía apenas, con malicia.
—. . . o que enviudara uhté . . .
—Si dices media cosa más, te meto un tiro.
—¡Por Dioh, patrón!
—Cállate.
—Ni que me tuviera miedo—murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras. Y de improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojó en la pierna izquierda del Negro, que permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban.
—¿No 'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar.
Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran.
Desde el pórtico de entrada los vio ella. Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta, preguntó muy quedo:
—¿Quién es?
—El Negro.
Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro con gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del bandido se inclinó, mustia.
—Se desmayó. Habrá que curarlo—dijo el esposo..
—¿Tiene heridas graves?
—No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la hemorragia.
—Yo lo curaré.
Él la cogió del brazo.
—¿No te importa?
Sonrió débilmente.
—No. No me importa. Déjame.
Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria violencia, y por momentos le parecía que iban a reventarle las sienes. Le parecía que se ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas, cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación.
Se veía más repuesto, sin embargo.
—Buenas tardes—musitó.
La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un largo minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada ironía:
—Güenah tardeh, patrona.
Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices, inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo hacía recogerse en movimientos instintivos.
—¿Duele?
El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio—apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón—pesó en el aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resultó eterno el tiempo que tardó en concluir. Era difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas, especial porque él mismo no cooperaba. Al contario: diríase que gozaba atormentándola con su propio sufrimiento.
Terminó.
Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir.
—Patrona . . .
Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido la miraban con una mirada indescriptible.
—Le agradehco, patrona.
—No hay de qué—balbució.
Mas él no había acabado:
—Si me llevan preso, me van a joder.
Pausa.
—El patrón no gana naa, ni uhté tampoco. si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda. . . Sería una pena.
Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Por fin se fue, paso a paso, hacia la puerta.
—Hasta luego—articuló, con voz que apenas se oía.
De pronto el Negro se puso tenso. Habló, y su tono palpitaba una dureza feroz:
—¡Y a ti tamién te mato, yegua fina!
Salió precipitada, yerta de espanto.
En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que permitiera huir al preso.
—¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría?
—Yo.
—Amor.
—Estás loca.
—Hazlo. Te. . .
—Pero si es tan absurdo.
—No voy a vivir tranquila.
—Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas?
¿Cuántas perderán a sus hijos, o. . ., o. . . ? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella. .., bueno. Está vacía. Nada va a ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir haciendo de las suyas?
—Va a escapar.
—No veo. . .
Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza.
Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Por un instante la vio.
—¡Y voh tamién, yegua!
La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada, viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo.
...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada, sucia. Los labios carnosos, entre los que asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios había una especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente, cual si fuera una galantería.
O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho, sintiéndose herida y escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria, tan fácilmente cómica y tan fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía "Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en la sangre y en los huesos (Amor, amor) , y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle, desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de madera (Amor ) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes. . . Se acercaban, la rodeaban, iban a moderla esos perros. . .
Despertó con sobresalto.
Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno. Ningún cambio: su marido yacía ahí al lado, tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.
Suspiró.
Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino.
¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor—quiso decir—, un caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también cesó: estaría desmontando el jinete.
—Amor.
El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños.
—¡Amor!—repitió ella.
—¿Qué hay?
—Alguien viene.
—¿Dónde? ¿Qué hora es?
—No sé.
De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender.
—No. No prendas la luz. Venía por el camino.
El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia afuera. Corrió la cortina en un extremo.
—¡Diablos!—exclamó.
La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole instrucciones:
—Es el Negro. No te preocupes.—Abrió una gaveta—. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado. Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada.
La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera podido articular palabra.
Esperó.
Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate, amor. Dios mío, que todo salga bien.
Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna.
Sopló una ráfaga de viento.
Otra gota.
Silencio.
Sintió un frío que la calaba.
Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí no era probable.
Una tercera gota se desprendió del alero.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres gotas, pensó. ¿Habría un minuto, medio, entre gota y gota? ¿O no se producían a intervalos regulares? Cuarta gota.
Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y vinieran los inquilinos, y entre todos apresaran de nuevo al Negro. . .
Quinta gota.
¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo. No podía.
Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta.
Nuevo crujido.
No se encontraron. Viene ahí.
El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente:
—Amor . . .
Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.
—¡Por Dios, qué hice!
Él:
—Pobre amor. Huye.
Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones.
—Voy a curarte.
El hombre no respondió.
—¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.

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miércoles, 6 de agosto de 2008

Guía de Aprendizaje: Elementos del Género Narrativo

Internado Nacional Barros Arana
Dpto. de Lengua Castellana y Comunicación
Profesora Marcia Clavelle Martínez



ELEMENTOS DEL MUNDO NARRATIVO

· EL NARRADOR: Voz o voces que tienen por misión contar o narrar la historia creada por el autor. Se clasifican según la posición en que se sitúen al interior del relato y la información que tenga respecto a él y a los personajes que lo conforman.

*Narrador que participa o está dentro de los acontecimientos narrados
Narra en primera persona identificándose con algún personaje, asumiendo un rol protagónico, secundario o como testigo presencial de los hechos.
1. Narrador protagonista: Corresponde a un personaje perteneciente a la obra narrativa que relata su propia historia o parte de ella. No posee conocimiento, respecto a lo que piensan, sienten, o viven el resto de los personajes.

2. Narrador testigo: Corresponde a un personaje, que sin ser el protagonista, está de alguna manera vinculado en el accionar de los personajes. Él cuenta la historia que presencia; por lo tanto lo hace desde su propio punto de vista.

*Narrador que está fuera o no participa en los acontecimientos narrados
Narra en segunda o tercera persona. En esta caso solo es una voz que no tiene participación en los hechos que se desarrollan al interior de la historia
1. Narrador omnisciente: Conoce, domina e interpreta todo lo que acontece. Entrega diversos tipos de información: ideas y emociones de los personajes o también de él mismo; hace comentarios respecto al comportamiento de sus personajes, y domina su presente su pasado y su futuro.

2. Narrador de conocimiento relativo: Domina el plano visible de los acontecimientos, por lo tanto, sólo puede describir las conductas físicas de los personajes. El relato está presentado desde su punto de vista, pero no emite juicios, ni interviene directamente en la acción.


· LOS PERSONAJES: Seres imaginarios del mundo relatado. Dependiendo de cómo se involucren en los hechos cumplen un rol determinado.
1. Protagonista principal: Es quien vive el conflicto planteado en el relato

2. Protagonista secundario: Tiene un papel importante en el relato y se relaciona con el personaje principal

3. Incidental: No participa directamente en el conflicto, pero permite que algunas acciones se realicen.

Como hemos señalado, los personajes son seres creados por un autor, por lo tanto, poseen características propias y específicas. Estas características pueden clasificarse en físicas y psicológicas.
*Características físicas (objetivas)
Se denominan características físicas, a todo lo que nos sirve para hacer una especie de retrato hablado del personaje en cuestión.
Así podemos considerar si es hombre o mujer, que edad posee, su estatura, vestimenta, color de pelo.
*Características psicológicas (subjetivas)
Se denominan características psicológicas a todo lo que ocurre en el mundo interior del personaje, todo lo que les es intimo y que podemos desprender de sus acciones, gestos, palabras, etc.
Así podemos analizar su carácter, acciones, sueños, deseos, etc.


· LOS ESPACIOS: Espacio o atmósfera en la cual se desarrolla la vida de los personajes.
Puede manifestarse mediante cuatro modalidades:
1. Espacio Físico o Geográfico: Corresponde a un espacio concreto y material. Se describen los lugares en donde se desarrolla la acción de los personajes. Estos pueden identificarse con espacios que conocemos como reales y con otros que sólo somos capaces de imaginar, por ejemplo, un río cerca del cerro Santa Lucia o una galaxia remota.

2. Espacio Social o Ambiente: Este espacio se caracteriza por rescatar
las tradiciones, hábitos y costumbres de una comunidad especifica. En él se incluye la situación socioeconómica, tanto como los elementos físicos y o históricos que la condicionen

3. Espacio Mental: No tiene una representación material. A diferencia del anterior, es producto de la imaginación de los personajes. Pueden ser espacios o atmósferas oníricas (relativas al mundo de los sueños), o situaciones generadas por estados mentales que ocurren en la conciencia de los personajes (alucinaciones)

4. Espacio Psicológico: Consiste en la atmósfera emocional que presentan los personajes del relato. Esta puede presentarse de manera globalizada es decir en toda la comunidad, (“La compuerta número12” de Baldomero Lillo), como también en un personaje especifico que contrasta su espacio psicológico con el resto de la comunidad (Julián en “Un pollo para Julián” de Luis Domínguez Vial)

· El TIEMPO: Se refiere a la época histórica en la cual transcurren los hechos. Puede ser la época actual, es decir presente. Por ejemplo: “En la casa de mi madre viven dos hermanas...”. Además, aunque la obra esté situada, por ejemplo, hace algunos años, se sigue considerando temporalmente como presente, ya que se trata de la época histórica actual.
La época también puede ser pasada, por ejemplo “Esta historia tuvo lugar durante la segunda guerra mundial”; o futura, por ejemplo “a comienzos del 2065...” en este caso se trataría probablemente de narraciones de ciencia-ficción.
Ahora bien, Los personajes puede ubicarse en el presente, o en el futuro y narrar hechos que han ocurrido en un pasado cercano o lejano. Si se revive el pasado en forma extensa y detallada se habla de la técnica del racconto, sí el recuerdo es breve y rápido se le denomina flash back.
Por otra parte, el elemento “tiempo”, abarca también el contexto histórico en el cual se sitúa la obra, es decir, los sucesos o hechos históricos específicos que marcan la vida de la comunidad presente en el relato.

domingo, 27 de julio de 2008

¡ATENCIÓN ESTUDIANTES
DE 7° Y 8° BÁSICO!
TODAS LAS EVALUACIONES PENDIENTES
SE REALIZARÁN ESTE MIÉRCOLES 30 DE JULIO
A LAS 16:30 HORAS.
EL LUGAR DE REUNIÓN ES LA SALA DE CLASES DEL CURSO 8° F

jueves, 24 de julio de 2008

Guía de aprendizaje: Figuras Literarias (ejercicios)

INTERADO NACIONAL BARROS ARANA
DPTO. DE LENGUA CASTELLANA Y COMUNICACIÓN
PROFESORA MARCIA CLAVELLE M.
Género Lírico
Ejercicios

* A partir de los contenidos estudiados, identifique las figuras literarias presentes en los siguientes fragmentos poéticos


“Del salón en el ángulo oscuro.
Silenciosa y cubierta de polvo.
De su dueño tal vez olvidada
Veíase el arpa”
(G. A. Bécquer: rima VII)



“Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero,
que muero porque no muero”
(Santa Teresa de Jesús)


“La luna que se asomaba
por los ventanales era
La boca de una guitarra:
Las cuerdas eran las rejas”
(Oscar Castro)


“Yo venía vestido de riguroso invierno”
(Pablo Neruda)


“Sucio y hambriento
fantasma de algún pasado
miraba pasar a los ricos
que envidiaban mi brillante futuro”
(M. Sotelo)


No perdono a la muerte enamorada
No perdono a la vida desatenta
No perdono a la tierra ni a la nada
(M. Hernandez)



“Aquí me tienes hoy
Detrás de un mesón inconfortable
Embrutecido por el sonsonete
de las quinientas horas semanales”
(Nicanor Parra)


“Te quiero solo porque a ti te quiero
te odio sin fin y odiándote te ruego
y en la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego”
(P. Neruda)


“Hoy la tierra y los cielos me sonríen
hoy llega hasta el fondo de mi alma el sol
hoy la he visto la he visto, y me ha mirado,
¡hoy creo en Dios!”
(G. A. Bécquer)



“Yo paseo con calma, con ojos, con zapatos,
con furia, con olvido”
(P. Neruda)

Guía de aprendizaje: FIGURAS LITERARIAS

INTERADO NACIONAL BARROS ARANA
DPTO. DE LENGUA CASTELLANA Y COMUNICACIÓN
PROFESORA MARCIA CLAVELLE M.
Aprendizajes esperados:
• Captan en los textos leídos sus características y estructura.
• Utilizan diversas estrategias y técnicas para acercarse a la comprensión
de las obras literarias que leen.
• Son capaces de analizar e interpretar obras literarias que les son
propuestas.


FIGURAS LITERARIAS

Las figuras literarias o retóricas, son recursos expresivos que sirven para dar nuevos significados o matices al lenguaje cotidiano. El énfasis, por lo tanto, está puesto en la subjetividad de las palabras. Ahora bien, este énfasis en la subjetividad de las palabras tiene un valor decisivo en el lenguaje poético, pero no es exclusivo de él. Por ejemplo, la publicidad utiliza constantemente expresiones que juegan con la rima o buscan producir efectos en el consumidor, mediante el uso de metáforas, hipérboles, comparaciones, etc.

Mediante una reestructuración del lenguaje cotidiano, el lenguaje poético, busca descubrir nuevas formas de usar las palabras, para darle nombre a las cosas que conforman el mundo interior del hablante lírico. Este utiliza generalmente, varias de ellas en un mismo poema.

Los procedimientos retóricos son muy diversos, existiendo más de cuarenta figuras literarias. Para que te sea más simple recordarlas y comprenderlas, hemos seleccionado las más habituales e importantes.


*Metáfora
Se basa en la semejanza dada entre dos referentes, sin aplicar el nexo “como” o el significado equivalente entre uno y otro

“Peinaste tus oros finos”

“una mariposa de fuego parpadeo desde su boca, suavemente me la lanzo con la mano”


*Hipérbaton
Es alteración del orden gramatical de las palabras y la ilación lógica de las ideas para resaltar la importancia de una palabra, o por necesidad de rima, o como recurso de elegancia

“Inés, tus bellos, ya me matan, ojos
y al alma, roban pensamientos, mía
desde aquel triste en que te vieron, día,
con tan crueles, por tu causa, enojos”


*Hipérbole
Consiste en hacer una ponderación desmesurada, una valoración exagerada de alguien o algo.

“Sin ti me muero.
Bajo la sombra de la luna
los minutos pasan como ruedas de sangre.
El día posee doscientas horas sucias”



*Comparación
Consiste en relacionar dos ideas, dos objetos, o un objeto y una idea, en virtud de una analogía entre ellos.
Dicha comparación, generalmente, esta mediada por el nexo “como”

“Como oro sus cabellos
Como la nieve su tez
Como luceros sus ojos
Y su voz como la miel”


“Era como el rayo cuando galopaba sobre su corcel”


*Antítesis

Es el enfrentamiento de contenidos contrarios, ya sea por medio de oraciones o por medio de palabras aisladas

“Sonreímos tristemente, mientras el congelado fuego de mi corazón ardía.”

“El oscuro amanecer de mi alma, se arrastraba como una serpiente subterránea”



*Enumeración
Es la acumulación de elementos que responden a una misma idea, y que se articulan mediante el esquema de la suma.

“Y al fin te convertirás, en polvo, en sombra, en nudo, en muerte, en nada...”

“Soy agua, sol, luz y pradera”


*Personificación
Consiste en atribuir a las cosas o a los animales cualidades humanas. Así se aumenta la expresividad de las emociones vinculadas a ellos.

“El sol sonrió cuando abrí la ventana”

“Los libros acongojados suspiraron cuando entré”

“Las cosas la están mirando y ella no puede mirarlas”

miércoles, 23 de julio de 2008

Cuento "Nos han dado la tierra" (Juan Rulfo)

Nos han dado la tierra
Juan Rulfo
(Mexicano)

Después de tantas horas de caminar sin encontrar ni una sombra de árbol, ni una semilla de árbol, ni una raíz de nada, se oye el ladrar de los perros.
Uno ha creído a veces, en medio de este camino sin orillas, que nada habría después; que no se podría encontrar nada al otro lado, al final de esta llanura rajada de grietas y de arroyos secos. Pero sí, hay algo. Hay un pueblo. Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y se saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza.
Pero el pueblo está todavía muy allá. Es el viento el que lo acerca.
Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde. Alguien se asoma al cielo, estira los ojos hacia donde está colgado el sol y dice:-Son como las cuatro de la tarde.
Ese alguien es Melitón. Junto con él, vamos Faustino, Esteban y yo. Somos cuatro. Yo los cuento: dos adelante, otros dos atrás. Miro más atrás y no veo a nadie. Entonces me digo: "Somos cuatro". Hace rato, como a eso de las once, éramos veintitantos, pero puñito a puñito se han ido desperdigando hasta quedar nada más que este nudo que somos nosotros.
Faustino dice:-Puede que llueva.
Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas. Y pensamos: "Puede que sí".
No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor. Uno platicaría muy a gusto en otra parte, pero aquí cuesta trabajo. Uno platica aquí y las palabras se calientan en la boca con el calor de afuera, y se le resecan a uno en la lengua hasta que acaban con el resuello. Aquí así son las cosas. Por eso a nadie le da por platicar.
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve. Ahora si se mira el cielo se ve a la nube aguacera corriéndose muy lejos, a toda prisa. El viento que viene del pueblo se le arrima empujándola contra las sombras azules de los cerros. Y a la gota caída por equivocación se la come la tierra y la desaparece en su sed.
¿Quién diablos haría este llano tan grande? ¿Para qué sirve, eh?
Hemos vuelto a caminar. Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió. Ahora volvemos a caminar. Y a mí se me ocurre que hemos caminado más de lo que llevamos andado. Se me ocurre eso. De haber llovido quizá se me ocurrieran otras cosas. Con todo, yo sé que desde que yo era muchacho, no vi llover nunca sobre el llano, lo que se llama llover.
No, el llano no es cosa que sirva. No hay ni conejos ni pájaros. No hay nada. A no ser unos cuantos huizaches trespeleques y una que otra manchita de zacate con las hojas enroscadas; a no ser eso, no hay nada.
Y por aquí vamos nosotros. Los cuatro a pie. Antes andábamos a caballo y traíamos terciada una carabina. Ahora no traemos ni siquiera la carabina.
Yo siempre he pensado que en eso de quitarnos la carabina hicieron bien. Por acá resulta peligroso andar armado. Lo matan a uno sin avisarle, viéndolo a toda hora con "la 30" amarrada a las correas. Pero los caballos son otro asunto. De venir a caballo ya hubiéramos probado el agua verde del río, y paseado nuestros estómagos por las calles del pueblo para que se les bajara la comida. Ya lo hubiéramos hecho de tener todos aquellos caballos que teníamos. Pero también nos quitaron los caballos junto con la carabina.
Vuelvo hacia todos lados y miro el llano. Tanta y tamaña tierra para nada. Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga. Sólo unas cuantas lagartijas salen a asomar la cabeza por encima de sus agujeros, y luego que sienten la tatema del sol corren a esconderse en la sombrita de una piedra. Pero nosotros, cuando tengamos que trabajar aquí, ¿qué haremos para enfriarnos del sol, eh? Porque a nosotros nos dieron esta costra de tapetate para que la sembráramos.
Nos dijeron:-Del pueblo para acá es de ustedes.
Nosotros preguntamos:-¿El Llano?- Sí, el llano. Todo el Llano Grande.
Nosotros paramos la jeta para decir que el llano no lo queríamos. Que queríamos lo que estaba junto al río. Del río para allá, por las vegas, donde están esos árboles llamados casuarinas y las paraneras y la tierra buena. No este duro pellejo de vaca que se llama Llano.
Pero no nos dejaron decir nuestras cosas. El delegado no venía a conversar con nosotros. Nos puso los papeles en la mano y nos dijo:-No se vayan a asustar por tener tanto terreno para ustedes solos.-Es que el llano, señor delegado...-Son miles y miles de yuntas.-Pero no hay agua. Ni siquiera para hacer un buche hay agua.
-¿Y el temporal? Nadie les dijo que se les iba a dotar con tierras de riego. En cuanto allí llueva, se levantará el maíz como si lo estiraran.- Pero, señor delegado, la tierra está deslavada, dura. No creemos que el arado se entierre en esa como cantera que es la tierra del Llano. Habría que hacer agujeros con el azadón para sembrar la semilla y ni aun así es positivo que nazca nada; ni maíz ni nada nacerá.- Eso manifiéstenlo por escrito. Y ahora váyanse. Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra.- Espérenos usted, señor delegado. Nosotros no hemos dicho nada contra el Centro. Todo es contra el Llano... No se puede contra lo que no se puede. Eso es lo que hemos dicho... Espérenos usted para explicarle. Mire, vamos a comenzar por donde íbamos...
Pero él no nos quiso oír.
Así nos han dado esta tierra. Y en este comal acalorado quieren que sembremos semillas de algo, para ver si algo retoña y se levanta. Pero nada se levantará de aquí. Ni zopilotes. Uno los ve allá cada y cuando, muy arriba, volando a la carrera; tratando de salir lo más pronto posible de este blanco terregal endurecido, donde nada se mueve y por donde uno camina como reculando.
Melitón dice:-Esta es la tierra que nos han dado.
Faustino dice:-¿Qué?
Yo no digo nada. Yo pienso: "Melitón no tiene la cabeza en su lugar. Ha de ser el calor el que lo hace hablar así. El calor, que le ha traspasado el sombrero y le ha calentado la cabeza. Y si no, ¿por qué dice lo que dice? ¿Cuál tierra nos han dado, Melitón? Aquí no hay ni la tantita que necesitaría el viento para jugar a los remolinos."
Melitón vuelve a decir:-Servirá de algo. Servirá aunque sea para correr yeguas.-¿Cuáles yeguas? -le pregunta Esteban.
Yo no me había fijado bien a bien en Esteban. Ahora que habla, me fijo en él. Lleva puesto un gabán que le llega al ombligo, y debajo del gabán saca la cabeza algo así como una gallina.
Sí, es una gallina colorada la que lleva Esteban debajo del gabán. Se le ven los ojos dormidos y el pico abierto como si bostezara. Yo le pregunto:-Oye, Teban, ¿de dónde pepenaste esa gallina?-Es la mía- dice él.-No la traías antes. ¿Dónde la mercaste, eh?-No la merqué, es la gallina de mi corral.-Entonces te la trajiste de bastimento, ¿no?-No, la traigo para cuidarla. Mi casa se quedó sola y sin nadie para que le diera de comer; por eso me la traje. Siempre que salgo lejos cargo con ella.-Allí escondida se te va a ahogar. Mejor sácala al aire.
Él se la acomoda debajo del brazo y le sopla el aire caliente de su boca. Luego dice:-Estamos llegando al derrumbadero.
Yo ya no oigo lo que sigue diciendo Esteban. Nos hemos puesto en fila para bajar la barranca y él va mero adelante. Se ve que ha agarrado a la gallina por las patas y la zangolotea a cada rato, para no golpearle la cabeza contra las piedras.
Conforme bajamos, la tierra se hace buena. Sube polvo desde nosotros como si fuera un atajo de mulas lo que bajara por allí; pero nos gusta llenarnos de polvo. Nos gusta. Después de venir durante once horas pisando la dureza del Llano, nos sentimos muy a gusto envueltos en aquella cosa que brinca sobre nosotros y sabe a tierra.
Por encima del río, sobre las copas verdes de las casuarinas, vuelan parvadas de chachalacas verdes. Eso también es lo que nos gusta.
Ahora los ladridos de los perros se oyen aquí, junto a nosotros, y es que el viento que viene del pueblo retacha en la barranca y la llena de todos sus ruidos.
Esteban ha vuelto a abrazar su gallina cuando nos acercamos a las primeras casas. Le desata las patas para desentumecerla, y luego él y su gallina desaparecen detrás de unos tepemezquites.-¡Por aquí arriendo yo! -nos dice Esteban.
Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo.
La tierra que nos han dado está allá arriba.

domingo, 6 de julio de 2008

¡RECORDAR!
LUNES 7 DE JULIO
PRESENTARSE A CLASES
CON LA GUÍA DE APRENDIZAJE
“CLASIFICACIÓN DE NARRADORES”

domingo, 15 de junio de 2008

Ensayo de Prueba "Antología de cuentos Hispanoamericanos"

Internado Nacional Barros Arana
Dpto. de Lengua Castellana y Comunicación
Profesora Marcia Clavelle Martínez


ANTOLOGÍA DE CUENTOS HISPANOAMERICANOS
8° Año Básico


I. Comprensión de textos y Contenidos Aplicados

1. Describa los espacios presentes en el cuento “La noche boca arriba”de Julio Cortázar.
No olvide señalar que espacios pertenecen a la realidad del protagonista y cuales son desarrollados a partir de las alucinaciones del mismo.

2. Describa el espacio social presente en el relato “Puntero Izquierdo” de Mario Benedetti

3. Ordene cronológicamente los hechos presentes en el cuento “El Hombre” de Juan Rulfo

4. Describa física y psicológicamente al protagonista del texto “El vaso de Leche” (Manuel Rojas.)

5. Describa el espacio social del relato “El ciclista del San Cristóbal” (Antonio Skarmeta)

6.
¿Qué razones poseen los personajes de “La rebelión de los niños” para ejecutar la maniobra de las regaderas?. Argumente secuencialmente.

7. Describa física y psicológicamente a Juan Darién

8. Según su opinión ¿La protagonista del relato “Dos pesos de agua” es castigada o premiada debido a su fe?. Argumente dialécticamente.

9. Según su interpretación, en que consiste el final del relato “La muñeca menor”

10. Según su interpretación, ¿Cómo se define el concepto de libertad en el texto “El Sur” de J. Luis Borges?

miércoles, 11 de junio de 2008

Ensayo de prueba 7° E. Básica: “Lautaro Joven libertador de Arauco”

Internado Nacional Barros Arana
Lenguaje y comunicación
Profesora Marcia Clavelle M.

LAUTARO JOVEN LIBERTADOR DE ARAUCO
Fernando Alegía
7° año E. Básica



I. Control y comprensión de lectura
1. ¿Qué importancia posee la figura de Pedro de Valdivia al interior de la obra?
2. ¿Qué relación existe entre el titulo de la obra y el contenido presente en él?
3. ¿Debido a qué situación, Lautaro rapta a Guacolda?
4. Caracterice física y psicológicamente al personaje principal de la obra

II. Contenidos aplicados
5. ¿Cuál es el espacio socia de la obra?
6. ¿En qué episodios o situaciones se desarrolla el espacio mental, al interior de la obra?.
7. ¿Este texto pertenece al mundo real o ficticio? Argumente

Guía de ejercicios: Elementos del Género Narrativo

GUÍA DE APRENDIZAJE
GÉNERO NARRATIVO
·

A continuación se presentan 3 cuentos breves. Analízalos e identifica en ellos los elementos del género narrativo vistos en clase.

LOS BOMBEROS
Olegario no sólo fue un as del presentimiento, sino que además siempre estuvo muy orgulloso de su poder. A veces quedaba absorto por un instante, luego decía: “Mañana va a llover”. Y llovía. Otras veces se rascaba la nuca y anunciaba: “El martes saldrá EL 57 a la cabeza”. Y el martes salía el 57 a la cabeza. Entre sus amigos gozaba de una admiración sin limites.
Algunos de ellos recuerdan el más famoso de sus aciertos. Caminaban con él frente a la Universidad cuando de pronto el aire matutino fue atravesado por el sonido y la furia de los bomberos. Olegario sonrió de modo casi imperceptible, y dijo: “Es posible que mi casa se esté quemando”.
Llamaron al taxi y encargaron al chofer que siguiera de cerca de los bomberos. Estos tomaron por Rivera, y Olegario dijo: “Es casi seguro que mi casa se está quemando”.
Los amigos guardaron un respetuoso y afable silencio; tanto lo admiraban.
Los bomberos siguieron por Pereyra y la nerviosidad llegó a su colmo. Cuando doblaron por la calle en que vivía Olegario, los amigos se pusieron tensos de expectativa . Por fin, al frente mismo de la llameante casa de Olegario, el carro de bomberos se detuvo y los hombres comenzaron rápida y serenamente los preparativos de rigor. De vez en cuando, desde las ventanas de la planta alta, alguna astilla volaba por el aire.
Con toda parsimonia, Olegario bajo del taxi. Se acomodo el nudo de la corbata, y luego, con un aire de humilde vencedor, se apresto a recibir las felicitaciones y los abrazos de su buenos amigos.

Mario Benedetti

EPISODIO DEL ENEMIGO

Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costo percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí ya que no se griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero solo entonces note que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serian las cuatro de la tarde.
Me incline sobre el para que me oyera.
- Uno cree que los años pasan para uno –le dije-, pero pasan también para los demás.
Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido,
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revolver.
Me dijo entonces con voz firme:
- Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Lo tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.
Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podrían salvarme. Atine a decir:
- En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además la venganza no es menos vanidosa ni ridícula que el perdón.
- Precisamente porque ya no soy aquel niño- me replicó- tengo que matarlo. No se trata de una venganza sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
- Puedo hacer una cosa- le contesté.
- ¿Cuál?- me preguntó.
- Despertarme.
Y así lo hice.
Jorge Luis Borges


EL INSECTO
Soñé que estabamos veinte personas en un cuarto muy grande y con las ventanas abiertas.
Entre nosotros había mujeres, niños y viejos. Hablábamos todos de un asunto muy vulgar, gritando y armando confusa algarabía.
De repente, penetró en la habitación, produciendo un agrio chirrido, un insecto alado, de unas dos pulgadas de largo. Revoloteo algún tiempo y se posó en la pared.
El avechucho se parecía a una mosca y también a una avispa; tenia el coselete de un rojo sucio; del mismo color de las alas planas y duras; las patas, muy velludas y separadas; la cabeza, gruesa y angulosa, era de un tono encendido, como de sangre.
El bicho movía la cabeza sin parar de arriba abajo y de derecha a izquierda; de repente, se despegaba de la pared y vuelta a sacudir la cabeza con repulsiva terquedad.
A todos nos producía asco, miedo y terror; todos comentábamos su fea traza y todos gritábamos “a echarlo fuera”. Todos sacudían el pañuelo, pero a distancia respetuosa, porque nadie se atrevía a aproximarse; y cuando el horrible moscardón alzaba el vuelo, todos sin querer retrocedían.
Sólo uno de nosotros, un joven pálido, nos miraba con sorpresa, se encogía de hombros y sonreía. Erale imposible darse cuenta de lo que pasaba ni explicarse nuestra agitación.
Sólo él no veía al insecto ni oía el pavoroso estridor de sus alas.
De repente, el horrible moscardón clava en él los abultados ojos... Se despega del muro y, posándose sobre la cabeza del joven, le pica en la frente entre ambas cejas... El joven lanza un débil ¡ah! Y cae exánime.
El feo avechucho salió volando, y entonces comprendimos quien era.
Era la muerte.


Iván Turgueniev.

Guía de aprendizaje: Clasificación de narradores

Internado Nacional Barros Arana
Dpto. de Lengua Castellana y Comunicación
Profesora Marcia Clavelle M.



CLASIFICACIÓN DE NARRADORES


1. NARRADORES FUERA DEL MUNDO NARRADO
(narradores en tercera persona)

· Narrador omnisciente: Conoce, domina e interpreta todo lo que acontece. Entrega diversos tipos de información: ideas y emociones de los personajes o también de él mismo; hace comentarios respecto al comportamiento de sus personajes, y domina su presente su pasado y su futuro.

· Narrador de conocimiento relativo: Domina el plano visible de los acontecimientos, por lo tanto, sólo puede describir las conductas físicas de los personajes. El relato está presentado desde su punto de vista, pero no emite juicios, ni interviene directamente en la acción.


2. NARRADORES DENTRO DEL MUNDO NARRADO
(narradores en primera persona)

· Narrador protagonista: Corresponde a un personaje perteneciente a la obra narrativa que relata su propia historia o parte de ella. No posee conocimiento, respecto a lo que piensan, sienten, o viven el resto de los personajes.

· Narrador testigo: Corresponde a un personaje, que sin ser el protagonista, está de alguna manera vinculado en el accionar de los personajes. Él cuenta la historia que presencia; por lo tanto lo hace desde su propio punto de vista.



NARRADOR OMNISCIENTE



Decisiones

La ex señorita no ha decidido que hacer...
En su clase de geografía la maestra habla de Turquía, mientras que la susodicha solo piensa en su desdicha y en dilema, ¡hay que problema!
En casa el novio ensaya que va a decir, seguro que se va a morir cuando los padres se enteren, y aunque él salir huyendo prefiere, no llega a esa decisión, porque esperar es mejor a ver sí la regla viene...
El señor de la casa de alquiler, a pesar de que ya tiene mujer (ta’ casao’ creo), a decidido tener una aventura (a lo casanova). Y le a propuesto a una vecina que es casada de la manera más vulgar y descarada, que cuando su marido al trabajo se halla ido, lo llame para él ser su enamorado. La señora que no es boba se lo cuenta a su marido, y el tipo decide
¿cómo no? invitar al atrevido. Y ella lo cita cual lo acordado (lo llama por teléfono), y el vecino sale todo perfumado, con ropa limpia que su esposa le ha planchado, y trae una flor que se encontró en el tendedero(donde cuelgan la ropa). En casa de la vecina está el marido, indeciso sobre donde darle primero, con un bate de béisbol del extranjero (de esos que dicen Roberto Clemente), y suena el timbre (rin, rin), comienza la segunda del noveno...
El borracho está convencido, que a él, el alcohol no le afecta los sentidos. Que por el contrario sus reflejos son mucho, mucho más claros y tiene más control. Por eso hunde el pie en el acelerador, sube el volumen de la radio para sentirse mejor, y cuando la luz cambia a amarilla, las ruedas del carro chillan y el tipo se cree un James Boon. Decide la luz del semáforo comerse y no ve el camión aparecerse en la oscuridad. (Pido choque la pregunta pa’ la eternidad) ¡persígnate amen!.

Ruben Blades
En Ruben Blades Live y son Del Solar




NARRADOR CONOCIMIENTO RELATIVO



Parabienes al revés

Una carreta enflora, se detiene en la capilla; el cura salió a la entrá’ diciendo que maravilla. A las once del reloj entran los novios del brazo, se les llenaron de arroz el sombrero y los zapatos. Cuando estaban de rodillas, en el oído, el sacristán le tocó la campanilla, al novio: talan, talan.
El cura le dijo adiós a la familia completa, después que un perro ladro el mismo cerró la puerta. En la carreta enflora ya se marcha la familia, al doblar una quebrá’ se perdió la comitiva...

Violeta Parra
En El Folklore y la Pasión


NARRADOR PROTAGONISTA


La Madre del Cordero
(fragmento)

Nos criamos desde chicos juntos en el mirador; mi padre peón antiguo, el suyo administrador. Claro que cuando uno es chico no entiende la diferencia; que lindo haber sido dueño de tan tremenda inocencia. El fundo, jugando, entero lo habíamos recorrido; yo le ganaba casi siempre por que era algo más crecido. Ella me juntaba flores yo le tiraba las trenzas, y así se nos pasó el tiempo casi sin darnos ni cuenta. A mí me toco salir al campo a pelar el ajo, ya no era tan cabro chico taba bueno pa’l trabajo; claro que todas las tardes salíamos a pasear, y nos mirábamos mucho sin hallar que conversar... Yo me ensayaba todito el día, de lo que le iba a pedir, pero cuando estaba cerca no encontraba que decir, no sé lo que me pasaba, cuando la tenía a mi lado, se me anudaba el cogote y ahí me quedaba
pega’o. Un día me dijo ella que se iba a ir de la ascienda, la mandaban a estudiar a las monjas, creo, pa’ que aprienda a coser, a tejer, a leer. Había dicho don Guille: -Los libros son cosa buena y hay que saber lo que dicen.
A mi me dentro una pena cuando me dijo que se iba, que saqué fuerza de adentro y le dije que la quería. Ella no contesto na’, se puso coloradita, yo que le robo un beso de su mesmita boquita. Pasó el tiempo, un par de años, y nunca me olvide de ella, por las noches la veía, mirándome de una estrella. Ella también me quería, yo estaba seguro de eso, me lo había dicho el gusto sabrosito de su beso.
El hombre, me dije, ¡cuando es bien hombre! ha de saber lo que pasa, me agencie su dirección, con una emplea’ de las casas. Francisco me hizo la carta, y aunque no tuve respuesta, no me eché a morir por eso, lo que es gueno siempre cuesta.
Un paso después, el fundo amaneció trastorna’o, la viejas de la casona, oiga, corrían pa’ la’o y la’o. Se voltearon dos vaquillas, las chuicas como dentraban, se raspaban las tortillas y las empanas chirriaban... se acomodaron las mesas, el lugar pa’ las cantoras, se adornó todo con copihues y con hojas de totora. A mi no me dio alegría ¡me dio todo junto al tiro! ¡la niña Rosa volvía, de nuevo pa’l la’o mío!. Después me quiso dar miedo, pensé hasta en no merecerla... ¡pero mande el miedo al diablo y me cacharpeé pa’ verla!
Ahí venía mi niña, más linda que el mismo cielo, con su misma boca roja, ¡esa donde puse mi beso! ¡Venía con un vestido, que encandilaba los ojos! tomá’ del brazo de Don Guille, que no cabía de gozo... Pasamos a la comida, se destaparon los chuicos, ¡el vino como corría, cosa era que daba gusto!. Después, le entramos al baile, se afinaron las vihuelas, y se calentaba el adre con el tañer de las cuecas... no pude hablar con mi niña, estuvo muy ocupaasa, hablando con las visitas y otra gente importantaza...
Días después, una tarde, estando yo en el corral, pensaba ya en olvidarla cuando me siento llamar: -¡Benancio!- me dicen -Beno..., y me la que’o mirando... ¡ahí estaba mi niña linda de pura dicha llorando.!
Nos abrazamos bien fuerte: -¿usted me había olvida’o?
-¡Jamás! -le digo y la beso- como nunca había besa’o.

Tito Fernández
En Tito Fernández en el Olympia de París




NARRADOR TESTIGO


Pedro Navaja

Por la esquina del viejo barrio los vi pasar, con el tumba’o que tienen los guapos al caminar. Las manos siempre en los bolsillo de su gabán, pa’ que no sepan en cual de ellas lleva el puñal, usa un sombrero de ala ancha de medio la’o y zapatillas por sí hay problemas salir vola’o, lentes oscuros pa’ que no sepan que está mirando y un diente de oro que cuando ríe se ve brillando. Como a tres cuadras de aquella esquina una mujer, va recorriendo la acera entera por quinta vez, y en un zaguán entra y se da un trago para olvidar que el día esta flojo y no hay clientes pa’ trabajar. Un carro pasa bien despacito por
la avenida, no tiene marcas pero todos saben que es policía. Pedro Navaja, las manos siempre dentro del gabán, mira y sonríe y el diente de oro vuelve a brillar. Mientras camina pasa la vista de esquina a esquina, no se ve un alma está desierta toda la avenida. Cuando de pronto esa mujer sale del zaguán, y Pedro Navaja aprieta un puño dentro del gabán. Mira pa’ un lado, mira pal’ otro y no ve a nadie, y a la carrera, pero sin ruido cruza la calle. Y mientras tanto en la otra acera va la mujer, refunfuñando pues no hizo pesos con que comer. Mientras camina, del viejo abrigo, saca un revolver, esa mujer, y va a guardarlo en su cartera pa’ que no estorbe, un 38, es mitad hueso, del especial, que carga encima pa’ que la libre de todo mal. Y Pedro Navaja puñal en mano le fue pa’ encima, el diente de oro iba alumbrando toda la avenida. Mientras reía, el puñal y un día sin compasión, cuando de pronto sonó un disparo como un cañón. Y Pedro Navaja cayo en la acera mientras veía a la mujer que revolver en mano y de muerte herida ahí le decía: -yo que pensaba, ¡hoy no es mi día estoy salá!, pero Pedro Navaja, fíjate tu, ¡no estas en na’!
Y créame gente, que aunque hubo ruido nadie salió, no hubo curiosos, no hubo preguntas, nadie lloró, sólo un borracho con los dos cuerpos se tropezó, cogió el revolver, puñal, dos pesos y se largo, y tropezando se fue cantando desafina’o: - La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida... la vida te da sorpresas, métete eso en la cabeza...

Ruben Blades
En Ruben Bades Live y Son del Solar

martes, 20 de mayo de 2008

La noche boca arriba animación

LA NOCHE BOCA ARRIBA
Julio Cortázar
Y salían en ciertas épocas enemigos; le llamaban la guerra florida.
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviandose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podia soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecín pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huír de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía alli como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la últim a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", penso. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpion de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas alla de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le parecío deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebio del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintio las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frio le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el brónze; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, deseparadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, escubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los pÿrpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.