martes, 25 de noviembre de 2008

CUENTO "EL ÚLTIMO DISPARO DEL NEGRO CHAVES" (OSCAR CASTRO)

EL ÚLTIMO DISPARO DEL NEGRO CHAVES
Oscar Castro


Desde meses atrás, un caballo de miedo galopaba la comarca, haciendo eco tétricamente en el corazón de hacendados, capataces y campesinos. Hoy era un hombre que aparecía degollado en cualquier recodo; mañana, un mayordomo que saliera de un fundo y que retornara luego, con la noche a cuestas, atado sobre su cabalgadura y con cuatro agujeros en el cuerpo; o bien un "jutre" que se presentaba a la justicia reclamando del incendio de sus sementeras o de fechorías realizadas en su ganado. Ninguno que tuviera un mediano pasar podía sentirse seguro ante la amenaza siniestra que surgía de todas partes cuando menos se la esperaba.Pronto los campesinos empezaron a comprobar un detalle que al principio no mereció atención: la mano que actuaba en aquellos desmanes elegía siempre como blanco a los patrones más déspotas, a los capataces que con mayor rudeza trataban al inquilinaje, a los mayordomos que no hacían distingos entre peón y perro. Entonces la imaginación comenzó su trabajo, y se tuvo la parte visible y la zona oculta de aquel drama en que todos eran medrosos espectadores, cuando la desgracia no los elegía por protagonistas.Por ahí, de boca en boca, de rancho en rancho, principió a correr un nombre que se pronunciaba en sordina, después de echar una mirada en derredor, porque "las paeles tienen oídos y los matorrales ojos". Este nombre, como el del Demonio, revolvía el fermento de terrores que hay empozados en el espíritu de cada labriego y ponía en los ojos una tétrica encrucijada. Los peones, reunidos en torno a una fogata, conversaban a menudo del Negro Chaves, nombrándolo las menos veces que fuera posible, temerosos de verlo surgir desde la noche, como al Malulo, cuando se le conjura.Las mentas decían que el Negro Chaves fue amansador en una hacienda cercana, hasta que una injusticia cometida con él lo lanzó a la azarosa vida del bandolero. Acusado de un robo que no cometiera, fue conducido al próximo retén de carabineros, donde se le flageló bárbaramente, como sólo sabía hacerlo el sargento Gatica, famoso en aquellos contornos por su bestialidad tanto como por su afición al buen mosto y a las mozas de 15 a 18 primaveras.Alguno de los compañeros de Chaves le oyó decir, cuando abandonaba la hacienda, que los causantes de su desgracia "tenían que pagárselas y muy bien". Y la amenaza empezó a cumplirse mucho antes de lo que se esperaba. Don Rude, el capataz que lanzara la acusación contra el Negro, apareció una mañana con las tripas al sol, a media cuadra de su domicilio. Cuatro semanas más tarde, un hermano del muerto llegó en equilibrio milagroso sobre su caballo hasta las mismas casas de la hacienda y allí rodó sin sentido. Cuando lo recogieron, el alma se le escapaba por tres boquetes que traía en el cuerpo: impactos precisos, hechos con carabina, según se supo más tarde.El sargento Gatica, apretando los dientes amarillos bajo sus largos y lacios bigotes, tomaba conocimiento de cada nueva fechoría y juraba descuartizar sin compasión al bandido cuando éste cayera en sus manos. Pero la sabiduría campesina barruntaba que la próxima víctima debía ser el policía, ya que Chaves no era hombre para quedarse con unas bofetadas y unos puntapiés en el cuerpo, sin cobrárselos a su tiempo con subido interés.Se esperaba, pues, el desenlace por momentos, y la tensión de esta expectativa, unida al terror que sembraba el bandido, mantenía cerradas de noche las puertas de los ranchos humildes, mientras adentro muchos oídos estaban atentos al galope de los caballos que cruzaban por la carretera. A raíz de unos desmanes cometidos últimamente por el Negro Chaves, el sargento Gatica había pedido refuerzo de soldados, y las patrullas se deslizaban cada noche, sigilosamente, por los caminos menos transitados de la montaña, seguras de que tarde o temprano el bandolero se vería acorralado.Aquel día el sargento tenía un plan preciso. A eso de la oración reunió a sus hombres en un corredor del cuartel, y por un rato se oyeron sus órdenes precisas y cortantes, mezcladas a juramentos de pura cepa criolla. Atusándose el bigote y entrecerrando un ojo con gesto que le era característico soltaba las palabras como descargas de fusilería y hacía descansar luego sus pesadas y peludas manos en las caderas para acentuar con mayor fuerza su autoridad. El techo endeble del corredor parecía estremecerse a impulsos de su vozarrón, mientras los soldados, en posición firme, procuraban no perder una sola de sus preciosas frases.
—Usté, cabo Núñez, partirá a las doce con cuatro soldaos pa la Puntilla' el Chivato. ¿M'entendió?— ¡A su orden, mi sargento!—Güeno. Y usté, ayudante Cabezas, agarra pa'l lao de la Quebrá Chica con cuatro hombres también. ¿Me oyó?— ¡A su orden, mi sargento!—Yo no necesito más que dos. Usté, dragoneante Sepúlveda, y usté, dragoneante Peña. ¿M'entendieron?Las voces, a dúo, salmodiaron un "¡A su orden, mi sargento!", mientras él proseguía:—La noche'stá más oscura que mi alma. Agora es cuando se v'arrejar el pajarraco ése. Y a lo mejor viene a quer solito en la naza. Aquí le voy a preuntar yo cómo se llamaba su agüela.Sin soltarse el bigote y guiñando de nuevo el ojo, concluyó:— ¡Rompan filas!
Los soldados se dispersaron por el patio del cuartel, mientras el sargento se quedaba mirando la montaña próxima que escondía a su presa. Era un trozo agreste y bravo de la cordillera costeña, cuajado de espinales y de bosques, en donde sólo las reses alzadas de las haciendas se aventuraban. Sobre ella la noche espesaba sus betunes y el ropaje acerado de las nubes se aprestaba a envolverla.— ¡Si sois brujo te vay a librar agora, Negro Chaves! —dijo el policía, sin bajar la mano de sus bigotes.A esa misma hora el Negro Chaves estudiaba el valle desde el refugio de unos boldales tupidos. Embutido en una manta obscura de lana "toavia con olor a jutre", según su decir, hacia hora para el próximo golpe. Apoyado en un tronco seco de quillay, acusaba la reciedumbre de su espalda y el grosor de sus brazos a través de la manta y chupaba con largos intervalos un cigarro de hoja que pendía de sus labios.Mirado al pasar, pudiera confundírsele con un campesino cualquiera, pues nada de extraordinario había en su porte. Pero al tropezar con sus ojos se presentía, enraizada en su espíritu, una fuerza bravía e indomenable, semejante a la de un potro montañés antes que conozca el freno. Su barba dura e inculta era un brochazo nocturno sobre su tez aceitunada.A espalda del Negro Chaves cuatro hombres con sus caballos al lado conversaban entre sí, pero de vez en cuando echaban una mirada a aquél, como si esperasen sus órdenes. En sus actitudes podía descubrirse un acatamiento tácito al personaje que se hallaba separado de ellos; y así su charla era entrecortada y se sostenía en voz baja, como si temieran interrumpir las cavilaciones del otro.Finalmente, Chaves abandonó su postura, y, mientras caminaba en dirección al grupo, expresó:
—Me tinca qu'esta noche vamos a trompezar con mi amigo el sargento.Los otros se echaron a reír, y uno de ellos, que ostentaba una fea cicatriz en el pómulo izquierdo, comentó:—Güeno'staría ya, pues.—De acuerdo, José. Es el único que me va queando. Y al que le tengo más ganas. No voy a dormir tranquilo hasta que no lo vea con los sesos de sombrero...
Llegóse hasta su caballo —un magnífico mulato renegrido que lo aguardaba por allí cerca —y de un solo impulso se ubicó en la silla. Los otros lo imitaron en silencio y Chaves enfiló entonces hacia una quebrada baja, empezando a descenderla por un senderillo casi vertical abierto entre la maleza. Los cinco caballos, habituados a estos ejercicios, parecían caminar por terreno plano: su seguridad en el paso era absoluta.Llegados abajo, apareció una especie de caverna sobre la pared del cerro y en ella se internaron cabalgaduras y jinetes. Hacia el fondo de la oquedad brilló más tarde una luz, y los resplandores de una fogata indicaron luego que los dueños de la montaña se disponían a cenar.
Afuera quedó sólo la noche sin fondo, llena de medrosos rumores, acuchillada de vez en vez por el grito gutural de algún zorro que pasaba a la distancia. El viento de la altura olía a humedad, en tanto que las nubes, cada vez más apelmazadas y no dejaban filtrarse ni una hebra de la claridad estelar. La montaña enorme y sombría, como el alma de quienes la habitaban, adquiría a esa hora toda su inquietante majestad y tenían cabida entre sus espinales infranqueables, entre sus abruptas hondonadas, todas las supersticiones que el alma campesina guarda en los repliegues de su ignorancia ingenua y dada a la fantasía.Empujada por un viento sureño que comenzó a galopar de repente por barrancos y cuestas, la tempestad que parecía inminente fue alejándose, y un rato después veíanse aquí y allá grandes desgarraduras en las nubes, a través de las cuales surgían las constelaciones como las monedas de una alcancía desparramadas al azar. Firmemente acusada sobre la fogata que rebrillaba en el fondo de la caverna, surgió de pronto la sombra de Panchote, uno de los secuaces de Chaves. Alzó la cabeza y algo masculló entre dientes al ver la claridad de la luna en creciente que comenzaba a iluminar los picos más altos de la cordillera. Vuelto a reunirse con sus compañeros, éstos acudieron uno tras otro a cerciorarse de que el cielo iba quedándose limpio de nubarrones.La pegajosa voz de Panchote hizo el primer comentario:
— ¡Puchas la payasá bien grande! Ahora vamos a tener qu'esperar la entrá'e la señora pa poer salir.—Mejor —lo consoló el Negro Chaves; así le daremos más confianza a "mi" sargento.—Es que los puee pillar el día y entonces es más fácil que los perros se los vengan di'atrás—La cosa, niños, no tiene remedio —remató el jefe—. Mientras
llega l'hora, voy'echar una cabeciá. Si quieren los demás hagan lo mismo, menos vos, Panchote, que te vay a quear de guardia.En lo alto, las estrellas fueron girando imperceptiblemente sus timones de oro. La Cruz del Sur estaba ahora sobre la puntilla más alta de la cordillera, en tanto que las Tres Marías habíanse fugado hacia otros cielos. Bajo la hojarasca de la montaña, en las rocas tapadas por la vegetación, cerca de los arroyos que se deslizan parloteando argentinamente por entre los roquedales, se agitaba un enjambre rumoroso de seres pequeños o crecidos que huyen de la linterna solar y buscan las más desoladas horas nocturnas para manifestarse. Brutos, aves, insectos, ponían música a la soledad con sus movimientos, con sus chillidos o con su canto silvestre. Zorros, gallinas ciegas, arañas, lechuzas, se movían entre la sombra, al acecho de una presa o escapando a la persecución del enemigo.Pero de súbito este rumoreo cesó completamente, y a la distancia escuchóse un ruido de cascos, seguido de una que otra palabra perdida. La montaña callaba ante la presencia de los humanos.El Negro Chaves, a la cabeza de sus compañeros, avanzaba sin premura por senderos sólo de él conocidos. Los caballos, dóciles a la rienda, daban vueltas y vueltas en zigzagueo descendente, deteniéndose a veces para que los jinetes cambiaran algunas frases. Al llegar a un claro, Chaves dio las últimas instrucciones.
—Vos, Panchote, vay a bajar por el lao'e la Quebrá Chica junto con José. Y vos, Colorao, salís al plan por la Puntilla. Ya saben aónde los vamos a juntar. Y acuérdense: entre el sargento y un balazo, hay qu'escoger el balazo.
Cuando sus secuaces se hubieron marchado en direcciones opuestas, Chaves alzóse la manta del lado derecho y examinó a la luz de las estrellas un artefacto reluciente que descolgó de la silla. Era un choco, una carabina con el cañón recortado, que él llamaba su Mariana, en memoria tal vez de algún recuerdo sentimental. Cuando se hubo cerciorado de que el arma estaba debidamente cargada, la colocó en la cabecilla de la montura y entreabriéndose las ropas buscó en su pecho algo que besó con devoción, guardándolo en seguida. Si alguien hubiera podido ver este objeto no habría dejado de sentir extrañeza: era un escapulario de la Virgen del Carmen.Tras veinte minutos de marcha firme el bandido empezó a transitar por terreno plano; había alcanzado el valle. Evitando los caminos frecuentados, torció la rienda hacia el norte y prosiguió su trayecto, girando constantemente la cabeza, con todos sus sentidos en tensión. El valle era su enemigo. Allí resultaba más fácil tender lazos y cortar la retirada a un hombre que quisiera huir.Pero más que sus sentidos, fue su instinto el que le advirtió de pronto la proximidad del peligro. Encogióse su mano izquierda sobre las riendas, mientras su derecha requería el choco. E instantáneamente dos fogonazos, a menos de cuarenta metros, horadaron la noche, en tanto que un solo estampido rodaba por las laderas del monte. La respuesta de Chaves fue fulminante. Su arma vomitó dos proyectiles en la dirección de sus ocultos adversarios. Todo esto mientras su caballo, obediente a la presión de sus talones, volvía grupas tomando de nuevo el cerro.Un chocar de sables resonó a sus espaldas, seguido del galope de tres caballos. Sin abandonar las riendas, volvióse sobre la silla e hizo fuego de nuevo. Tres detonaciones le respondieron y sintió silbar las balas junto a él. Comprendió que no debía disparar y se limitó entonces a buscar una salida por donde desaparecer. Pero en su premura había extraviado el camino y ante él surgía el cerro como una pared infranqueable. Quebrando ramas, arañándose en los quiscos, continuó hacia adelante, orillando la montaña. Y detrás de él, cada vez más próximos, escuchaba a sus perseguidores. Una voz que daba órdenes lo hirió como un latigazo en la carne. Era el sargento Gatica, que decía, con reconcentrado regocijo:—Es él, niños; no aflojarle. Lueguito v'a quear encerrao, porque por ey no hay salía. ¿M'entendieron?
Por la mente del Negro Chaves cruzó como un relámpago la verdad de su situación. Recordó que el monte que iba bordeando empalmaba con otro tan abrupto como él. Entonces realizó una maniobra audaz. Al entrever una salida, enfiló por ella hacia el campo. Saltó un pequeño arroyo y cincuenta metros más allá descubrió un camino carretero. Inclinado sobre la silla hasta casi tocar con la cara el pescuezo de la cabalgadura, soltó las riendas y descargó un rebencazo firme en las ancas del animal, que partió en carrera tendida hacia la liberación.Sin embargo, su maniobra había sido descubierta, y segundos más tarde resonaban a sus espaldas los cascos de los caballos que lo seguían. Aquello debió durar largo tiempo, pues la cabalgadura del bandido comenzaba a resoplar. Y sus perseguidores ganaban terreno, haciendo fuego a intervalos sobre él.Como en un relámpago, Chaves tuvo el presentimiento de que iba a amanecer. El viento se hacía más frío y cortante. El cielo tomaba imperceptiblemente un tono celeste desvaído. Los ojos del perseguido buscaron de nuevo la montaña. Pero aquellos parajes le eran desconocidos y no resultaba prudente aventurarse por ellos. No obstante, al fin hubo de decidirse, porque la distancia entre él y los policías se acortaba de modo sensible. Y otra vez los cascos del pingo hicieron crujir la hojarasca del cerro.La persecución encarnizada cambió de escenario por media hora. Comprendiendo que su manta era un estorbo, Chaves la tiró a un lado y se sintió más liviano. Ya la claridad era suficiente para que pudieran distinguirse los objetos. A sesenta metros de él venía el sargento con dos policías, las carabinas listas para disparar. Girando el busto hizo fuego, y se inició un tiroteo intenso que la velocidad de la carrera tornó ineficaz. Al volverse de nuevo para mirar el camino por donde iba ascendiendo, el bandolero sintió un calofrío: el cerro terminaba allí de modo brusco y ante él se abría una barranca cortada a pique. Chaves apretó las mandíbulas y detuvo el caballo, deslizándose de él rápidamente. En ese mismo momento, sus perseguidores disparaban de modo simultáneo. El animal dio un bote y rodó por tierra estremeciéndose. El bandido tuvo justamente el tiempo de parapetarse tras una roca suelta para impedir que sus enemigos se le echaran encima. Su "choco" volvió a tronar, y los policías, detenidos de golpe, se echaron simultáneamente a tierra.Por largo rato el silencio del alba fue astillado por los estampidos de las cuatro armas. Asomando apenas la cabeza por encima de su refugio, Chaves dirigía de preferencia sus tiros hacia el sargento, poniendo toda su alma en eliminarlo. Pero el otro parecía revestido de una virtud sobrenatural que lo inmunizara de los proyectiles. El bandolero veía su cara repugnante contraída en una mueca de triunfo y sabía de sobra lo que significaba caer vivo en sus manos. Sin embargo, no había escapatoria. La única salida era la que ocupaban los policías.De pronto, al echar mano a su cinturón de balas, Chaves descubrió que le restaba el último proyectil. Entonces comprendió que había llegado el momento de morir. Pero volvió a mirar la cara del sargento: la vio allí, a veinte metros, tras el cañón de su carabina. Recordó las bofetadas y los azotes que le diera antaño, y sin saber casi lo que hacía, se irguió con el choco atenazado entre sus manos. Tres disparos simultáneos hicieron blanco en su cuerpo. Se estremeció entero, pero su voluntad —una voluntad alimentada en la raíz de su odio— lo sostuvo. Apretó el gatillo y de su boca salieron unas palabras duras y decisivas, las últimas que había de decir en la tierra:
— ¡Pa vos, perro!El estampido de su arma lo hizo tambalear, pero antes de caer vio que el sargento Gatica se alzaba del suelo, llevándose las manos a la cabeza para derrumbarse luego como una masa inerte.Arrastrándose, destrozándose las manos en las rocas, Chaves consiguió llegar al borde del barranco. En un postrer impulso desesperado se asió a una mata de quisco que crecía en el filo mismo del tajo, y, haciendo una mueca de dolor o de triunfo, se dejó tragar por el abismo, a tiempo que cuatro manos se alargaban para detenerlo.

CUENTO "LA ESPERA" (GUILLERMO BLANCO)

La Espera
Guillermo Blanco

(Premio único.
Concuso Interamericano de Cuentos
de "El Nacional", México, 1956)


Había dejado de llover cuando despertó. Aún era de noche, pero afuera estaba casi claro, y a través de una de las ventanas penetraba el resplandor vago, fantasmal, del plenilunio. Desde el camino llegaba el son del viento entre las hojas de los álamos. Más acá, en el pasillo o en alguna de las habitaciones, una tabla crujió. Luego crujió una segunda, luego una tercera; silencio. Diríase que alguien había dado unos pasos sigilosos y se había detenido. Un perro aulló a la distancia, largamente. El aullido pareció ascender por el aire nocturno, describir un arco como un aerolito y perderse poco a poco, devorado por la oscuridad. A intervalos parejos, un resabio de agua goteaba del alero.
Ella imaginó los charcos que habría en el patio, y en los charcos la luna, quieta. Veía desde su lecho la copa del ciprés, que se balanceaba con dignidad sobre un fondo revuelto de nubes y cielo despejado. El contorno de la reja destacaba, nítido; reproducíase, por efecto de la sombra, en el muro frontero, donde se dibujaban siluetas extrañas.
Tuvo miedo de nuevo.
Miedo de la hora, del frío, de los diminutos ruidos que rompían a intervalos el silencio; miedo del silencio mismo. Miró a su marido: dormía con gran placidez. Su rostro, no obstante, bañado en luz blanquecina, poseía un aire siniestro, de cadáver o criatura de otro mundo. Sintió el impulso de despertarlo, mas no se atrevió. Habría sido absurdo. Su miedo lo era. Y sin embargo era tan fuerte. La oprimía por momentos igual que una tenaza, impidiéndole respirar aunque mantenía abierta la boca, aunque cambiaba suavemente de postura. Suavemente, para no interrumpir el sueño de él.
Duerme, amor, duerme. No voy a molestarte. Estoy un poco nerviosa, eso es todo. Son los nervios, amor, que no me dejan tranquila.
Un ave nocturna cantó quizá dónde. No era un canto lúgubre, sino una especie de música a un tiempo misteriosa y serena.
Tornó ella a percibir el crujido de las tablas, acercándose.
Yo sé que no es nadie. Siempre pasa esto y no es nadie. No es nadie. Nadie.
De pronto tuvo conciencia de que su frente se hallaba cubierta de sudor. Se enjugó con la sábana. Amor, amor, repitió mentalmente, en un mudo grito de angustia. ¡Si él despertase! Si se desvelara también, y así, juntos conversaran en voz baja hasta llegar el día. . .
Pero el hombre no captaba su llamado interno. Era la fatiga, pensó. Con tanto quehacer de la mañana a la tarde, con el madrugón de hoy. . .
Duerme. No te importe.
El viento semejó detenerse unos instantes, para continuar en seguida su melodía unicorde en la alameda. Por primera vez notó ella, apagada por la distancia, la monótona música del río: se vería muy pálido ahora: un río de pesadilla, resbalando con terrible lentitud, y a ambos lados los sauces beberían interminablemente, encorvados, en libación comparable a un pase de brujos, y arriba el cielo nuboso y el revolotear de los murciélagos, y la voz honda de la corriente repetiría su pedregoso murmullo de abracadabra.
(Una muchacha había muerto en el río, años atrás. Cuando encontraron su cadáver oculto en las zarzas de un remanso se hubiera creído que vivía aún, tal era la transparencia de sus ojos abiertos, tal la paz de sus manos y sus facciones, y la frescura que irradiaba toda ella. Vestía un traje celeste con flores blancas; un traje sencillo, delgado. Al sacarla del agua, la tela se ceñía a su cuerpo de modo que daba la idea de constituir una unidad con él. Nadie supo nunca quién era ni de dónde venía. Sólo que era joven, que la muerte le había conferido belleza, que sus rasgos eran limpios y puros. Los mozos de la comarca pensaban en ella y les daba pena su existencia interrumpida, y la amaban un poco en sus imaginaciones. Ignoraban por qué apareció allí. No debió de ahogarse, pues no estaba hinchada, mas en su rostro ninguna huella mostraba el paso de una enfermedad, o de un golpe o un tiro. La llevaron a San Millán para hacerle la autopsia. Los mozos no supieron más. No quisieron saber: la recordaban tal cual surgió: lozana, amable, serena, con algo de irreal o feérico, desprovista de nombre, de causas. ¿Para qué saber más? ¿Para qué saber si por este o el otro motivo resolvió quitarse la vida, o si no se la quitó? Al referirse a ella la llamaban la Niña del Río, aunque su cuerpo era ya el de una mujer. Decían que desde esa tarde el río cantaba de diversa manera en el lugar donde apareció. Y quizá si en el fondo no lamentaran verdaderamente que hubiese perecido, porque no la conocieron viva y porque viva no habría podido ser sino de uno—ninguno de ellos, de seguro—, y así, en cambio, su grácil fantasma era patrimonio de todos.)
Un perro ladró nuevamente, lejos. Después ladró otro más cerca.
Si él despertase ahora. Cómo lo deseaba. Cómo deseaba tener sus brazos en torno, fuertes y tranquilizadores, o sentir su mano grande enredada en el pelo. En un impulso repentino lo besó. Apenas. El hombre emitió un breve gruñido, chasqueó la lengua dentro de la boca y siguió durmiendo.
Pobre amor: estás cansado.
Cerró los ojos.
Entonces lo vio. Lo vio con más nitidez que nunca, igual que si la escena estuviese repitiéndose allí, dentro del cuarto, y el Negro volviese a morder las palabras con que amenazara a su marido:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Vio sus pupilas enrojecidas y su rostro barbudo, que se contraía en una suerte de impasible mueca de odio. Ella nunca se había encontrado antes frente al odio—a la ira sí, pero no al odio—, y experimentó una mezcla de terror y de piedad hacia ese infeliz forajido que iba a pasar el resto de sus días encerrado entre cuatro paredes, sin una palabra de consuelo ni una mano amiga, encerrado con su rencor, doblemente solo por ello y doblemente encerrado.
—¡Me lah vai a pagar!
Y a medida que los carabineros se lo llevaban con las manos esposadas y atado por una cuerda al cabestro de una de sus cabalgaduras, el Negro se volvía a repetir un ronco:
—¡Te lo juro! ¡Te lo juro!
El esposo lo miraba en silencio, y ella se dijo que tal vez también a él le daba lástima ver al preso tan inerme. Un bandido que era el terror de la comarca, cuyo estribo besaran muchos para implorar su gracia o su favor, y cuyo puñal guardaba el recuerdo de la carne de tantos muertos y tantos heridos. De vientres abiertos y caras marcadas, de brazos o pechos rajados de alto a bajo.
Sí, era malo. Pero ¿era malo? ¿Podía ser real maldad tanta maldad? ¿No era, acaso, una especie de locura: la del lobo, o el perro que de pronto se torna matrero?
Y aunque no fuera sino maldad—pensaba—, y quizá por eso mismo, el Negro era digno de compasión. Debía de ser terrible vivir así, odiando y temiendo, temido y odiado, perseguido, sin saber lo que es hogar ni lo que es amor, comiendo de cualquier manera en cualquier parte; amando con el solo instinto, a campo raso, a hurtadillas. Un amor de barbarie animal, desprovisto de ternura, sin la caricia suave, secreta, que es como un acto esotérico: ni el beso quieto que no destroza los labios, ni la charla tranquila frente a la tarde, ni la mirada infinita y perfecta. Un amor que seguramente no es correspondido con amor, sino con terror, y que dura un instante, para dar paso de nuevo a la fuga.
Así lo sorprendió su marido, oculto entre unas zarzas, con una mujer blanca de miedo y embadurnada de sangre. Lo encañonó con el revólver.
—Párate, Negro. Arréglate.
—Deje mejor, patrón.
Pronunciaba "patrón" con una ironía sutil y profunda. Casi una befa.
—Párate.
—Le prevengo, patrón.
Él no respondió. El Negro se puso de pie con ostensible lentitud. A lo largo del camino, hasta la quebrada de la Higuera, fue repitiéndole:
—Toavía eh tiempo, patrón. Puee cohtarle caro.
Y él mudo.
—Yo tengo mi gente, patrón.
Silencio.
—Piense en la patrona, que icen qu'eh güenamoza y joen. . .
El Negro marchaba unos pasos delante, y le hablaba mostrándole el perfil. Él lo miraba desde arriba de su caballo, con la vista aguzada, pronto a disparar al menor movimiento extraño.
—Sería una pena que enviudara la patroncita...
Pausa. El perfil sonreía apenas, con malicia.
—. . . o que enviudara uhté . . .
—Si dices media cosa más, te meto un tiro.
—¡Por Dioh, patrón!
—Cállate.
—Ni que me tuviera miedo—murmuró, fríamente socarrón, demorándose en las palabras. Y de improviso, en un instante, se inclinó y cogió una piedra, y cuando iba a lanzársela, él oprimió el gatillo, una, dos, tres veces. Un par de balas se alojó en la pierna izquierda del Negro, que permaneció inmóvil, esperando. Ambos jadeaban.
—¿No 'e, patrón? La embarró. Ahora no voy a poder andar.
Lo ató con el lazo cuidadosamente, haciéndolo casi un ovillo, y lo puso atravesado sobre la montura, de modo que sus pies colgaban hacia un lado y la cabeza hacia el otro. Así, tirando él de la brida, lo condujo hasta las casas del fundo. Cuando llegaron, el Negro se había desangrado con profusión: su pantalón estaba salpicado de rojo, salpicada también la cincha, y un reguero de puntos rojos marcaba el camino por donde vinieran.
Desde el pórtico de entrada los vio ella. Primero se alarmó por su marido, creyendo que podía haberle ocurrido algo, mas pronto se dio cuenta de que se hallaba bien. Adivinando la respuesta, preguntó muy quedo:
—¿Quién es?
—El Negro.
Pálido, desencajado, el Negro alzó el rostro con gran esfuerzo, la observó fijamente. Todavía ahora sentía incrustados en su carne esos ojos de acero, llameantes en medio de la extrema debilidad y tintos de un objetivo toque perverso. Recordaba que se puso a temblar. Luego la cerviz del bandido se inclinó, mustia.
—Se desmayó. Habrá que curarlo—dijo el esposo..
—¿Tiene heridas graves?
—No. Le di en el muslo, pero es necesario contener la hemorragia.
—Yo lo curaré.
Él la cogió del brazo.
—¿No te importa?
Sonrió débilmente.
—No. No me importa. Déjame.
Su mano vibraba al ir cogiendo el algodón, la gasa, yodo. El corazón le golpeaba con extraordinaria violencia, y por momentos le parecía que iban a reventarle las sienes. Le parecía que se ablandaban sus piernas al avanzar por el largo corredor hasta el cuarto donde yacía el hombre. Lo halló puesto sobre una angarilla, con las muñecas sujetas a ambos costados y las piernas abiertas, cogidas con fuertes sogas que se unían por debajo. Era la imagen de la humillación.
Se veía más repuesto, sin embargo.
—Buenas tardes—musitó.
La miró él de pies a cabeza. Dejó pasar un largo minuto. Por fin replicó, en tono de endiablada ironía:
—Güenah tardeh, patrona.
Le alzó el pantalón con timidez. La desnuda carne lacerada, cubierta de machucones y cicatrices, inspiraba la lástima que podría inspirar la carne de un mendigo. Con agua tibia lavó la sangre, cuyo flujo era ya menor, para ir aplicando después, en medio de enormes precauciones, el yodo, que lo hacía recogerse en movimientos instintivos.
—¿Duele?
El Negro no replicó, pero sus músculos permanecieron rígidos desde ese instante, y el silencio—apenas roto por el sonido metálico de las tijeras o por el crujir del paquete de algodón—pesó en el aire de la pieza con ominosa intensidad. Le resultó eterno el tiempo que tardó en concluir. Era difícil pasar las vendas por entre tantas ataduras, y entre el cuerpo del hombre y las parihuelas, especial porque él mismo no cooperaba. Al contario: diríase que gozaba atormentándola con su propio sufrimiento.
Terminó.
Calladamente reunió sus cosas y se levantó para partir.
—Patrona . . .
Se volvió. Los ojos pequeños, sombríos, del herido la miraban con una mirada indescriptible.
—Le agradehco, patrona.
—No hay de qué—balbució.
Mas él no había acabado:
—Si me llevan preso, me van a joder.
Pausa.
—El patrón no gana naa, ni uhté tampoco. si llego a ehcaparme dehpuéh, le juro que la dejo viuda. . . Sería una pena.
Ella no sabía qué hacer ni qué decir. Por fin se fue, paso a paso, hacia la puerta.
—Hasta luego—articuló, con voz que apenas se oía.
De pronto el Negro se puso tenso. Habló, y su tono palpitaba una dureza feroz:
—¡Y a ti tamién te mato, yegua fina!
Salió precipitada, yerta de espanto.
En los dos días que demoraron en venir los carabineros no hizo sino pedir a su marido que permitiera huir al preso.
—¿Por qué va a enterarse nadie? Le dejas camino hecho, sin contarle siquiera. Ni a él. Podrías ponerle un cuchillo al alcance de la mano. ¿Quién sabría?
—Yo.
—Amor.
—Estás loca.
—Hazlo. Te. . .
—Pero si es tan absurdo.
—No voy a vivir tranquila.
—Y si lo suelto, ¿cuántas mujeres dejarán de vivir tranquilas?
¿Cuántas perderán a sus hijos, o. . ., o. . . ? Tú sabes cómo lo encontré. Esa pobre muchacha tenía su novio, tendría sus esperanzas, sus planes, igual que tú cuando nos casamos. ¿Y ahora? El novio no quiere ni verla. Le ha bajado por ahí el honor, al imbécil. Y ella. .., bueno. Está vacía. Nada va a ser como antes para ella. Por el Negro. Por este bruto. ¿Y quieres que tu miedo le permita seguir haciendo de las suyas?
—Va a escapar.
—No veo. . .
Fue en vano insistir. Sin embargo, algo en su adentro se resistía a toda razón, sobre toda razón la impulsaba a desear que aquello se arreglase en cualquier forma, de modo que el Negro se viera libre y ellos no tuvieran encima la espada de Damocles de su venganza.
Pero nada ocurrió. Cuando los carabineros llegaron, el preso rugía de ira, echaba maldiciones horrendas, se debatía. Insensible a los golpes que le daban para aquietarlo, gritaba:
—¡Me lah vai a pagar, futre hijo'e perra!
Por un instante la vio.
—¡Y voh tamién, yegua!
La agitó a ella una sensación de angustia. Habría deseado decirle palabras que lo calmaran, pedirle perdón incluso, mas eso era un disparate, y, mientras, no podía dejar de permanecer ahí clavada, viendo y oyendo, llenándose de un terror frío y profundo.
...Las imágenes comenzaron a hacerse vagas, a moverse de una manera distorsionada en su mente, a medida que tornaba el sueño. Traspuesta aún, veía los ojillos agudos, pérfidos, del hombre. Su rostro sin afeitar, que cruzaban dos tajos de pálidas cicatrices. La mandíbula cuadrada, sucia. Los labios carnosos, entre los que asomaban sus dientes amarillos y disparejos y ralos, y unos colmillos de lobo. La cabeza hirsuta, la estrecha frente impresa de crueldad. En los labios había una especie de sonrisa. Murmuraban "Yegua", sin gritarlo, sin violencia ahora, suavemente, cual si fuera una galantería.
O tal vez una galantería obscena, de infinita malicia. Se revolvió en el lecho, sintiéndose herida y escarnecida, presa del semisueño y de su lógica ilógica, atrabiliaria, tan fácilmente cómica y tan fácilmente diabólica. Algo la ataba a esa comarca donde parece estar el germen de la pesadilla, y también el germen de la maldad que se oculta, del ridículo, de la muerte; donde la alegría, el dolor, la desesperación, pierden sus límites. Atada. Y el Negro la miraba, y sonreía, y le decía "Yegua", y en seguida no sonreía, sino que estaba tenso, todo él tenso cual un alambre eléctrico, y continuaba repitiendo la misma palabra, en un tono de odio sin ira que se le metía en la carne y en la sangre y en los huesos (Amor, amor) , y dentro del pecho el corazón se puso a saltarle, desbocado, y de pronto tenía el cabello suelto, flotando al viento, y no era más ella, sino una potranca galopando en medio de la oscuridad, y aunque iba por una llanura se oían crujidos de madera (Amor ) y sobre todo ladridos que se acercaban poco a poco y su furia medrosa producía eco, tal si repercutieran entre cuatro paredes. . . Se acercaban, la rodeaban, iban a moderla esos perros. . .
Despertó con sobresalto.
Se quedó unos instantes semiaturdida, observando en torno. Ningún cambio: su marido yacía ahí al lado, tranquilo. La luna daba de lleno sobre la ventana del costado izquierdo, en cuyos vidrios refulgían las gotas de lluvia. Todo igual.
Suspiró.
Luego, lentamente, el trote de un caballo hizo oír su claf-claf desde el camino.
¿Qué sería? Trató de ver en su reloj, mas no lo consiguió. Un caballo. Amor—quiso decir—, un caballo. Pero calló. Escuchaba con el cuerpo entero, con el alma. Reales ahora, los ladridos se convirtieron en una algarabía agresiva. Sonó un golpe seco, un quejido, nada. El claf-claf también cesó: estaría desmontando el jinete.
—Amor.
El marido gruñó una interrogación ininteligible, entre sueños.
—¡Amor!—repitió ella.
—¿Qué hay?
—Alguien viene.
—¿Dónde? ¿Qué hora es?
—No sé.
De un soplido apagó el fósforo que él empezaba a encender.
—No. No prendas la luz. Venía por el camino.
El hombre se levantó, echándose una manta encima, y se acercó a la ventana que daba hacia afuera. Corrió la cortina en un extremo.
—¡Diablos!—exclamó.
La mujer no se atrevió a preguntar. Sabía. En unos segundos, él estuvo a su lado susurrándole instrucciones:
—Es el Negro. No te preocupes.—Abrió una gaveta—. Toma, te dejo este revólver. Ponte en ese rincón, y si asoma, disparas. No hará falta. Trata de conservar la calma, amor. Apunta con cuidado. Yo voy a salir por el corredor para sorprenderlo. Ten calma. No pasará nada.
La besó, cogió otro revólver del velador y se fue, con el sigilo de un gato, antes de que ella hubiera podido articular palabra.
Esperó.
Tenía la vista fija en el marco de cielo encuadrado, estrellado. A cada instante le parecía ver aparecer una sombra, ver moverse algo en la sombra. Cuídate, amor. Dios mío, que todo salga bien.
Cayó una gota del alero. Hacía rato que no caía ninguna.
Sopló una ráfaga de viento.
Otra gota.
Silencio.
Sintió un frío que la calaba.
Una tabla crujió. Sobresaltada, se volvió hacia la puerta. ¿No habría entrado el Negro por otra parte? Transcurrieron cinco, diez, quince segundos. No se repitió el crujido. ¿Y si apareciese por la ventana interior? Trató de imaginar cómo y por dónde lo haría. Podía trepar el muro bajo de la huerta, saltar... Sin embargo, estaba cojo aún. Y los dos mastines le impedirían pasar. No. Por ahí no era probable.
Una tercera gota se desprendió del alero.
¿Cuánto tiempo habría transcurrido? Tres gotas, pensó. ¿Habría un minuto, medio, entre gota y gota? ¿O no se producían a intervalos regulares? Cuarta gota.
Estaba claro, dentro de la oscuridad. Tal vez ya iba a amanecer. Tal vez llegara la mañana y vinieran los inquilinos, y entre todos apresaran de nuevo al Negro. . .
Quinta gota.
¡Por Dios! Trató de rezar: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea... No. Era absurdo. No podía.
Sexta gota. Después un crujido. Se puso atenta.
Nuevo crujido.
No se encontraron. Viene ahí.
El crujido siguiente fue junto a la puerta. La puerta se abrió, dejando entrever una masa de sombra más densa. Disparó. Se escuchó un murmullo quejumbroso, breve; luego el caer de un cuerpo al suelo. Luego, débilmente:
—Amor . . .
Arrojó el revólver y se abalanzó hacia la entrada. Tocó el cuerpo: era su marido.
—¡Por Dios, qué hice!
Él:
—Pobre amor. Huye.
Trató de acariciarle la frente, y al pasar por la piel sus dedos se encontró con la sangre, que fluía a borbotones.
—Voy a curarte.
El hombre no respondió.
—¡Amor! ¡Amor! Silencio. Una tabla volvió a crujir. El revólver. Retrocedió para buscarlo a tientas, pero sus manos no dieron con él. La segunda silueta apareció entonces en la puerta.

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